Por Leticia Robles de la Rosa*
Los teléfonos comenzaron a sonar con insistencia. Lo mismo en oficinas, que en celulares. Si no había respuesta telefónica, entonces iban unos “propios” a buscar a la familia para dejar recado, justo como hacen los mafiosos para intimidar.
Así operó Javier Duarte de Ochoa desde el miércoles por la tarde y hasta la tarde de este domingo para obligar a los priistas a firmar documentos en su respaldo, para que el PRI se dé cuenta de que todo Veracruz lo ama, que se solidariza con él ante la barbaridad de suspenderle sus derechos priistas y que proceder en su contra es injusto.
Ese es Javier Duarte de Ochoa. Arrogante hasta pensar que es inmune a la justicia. Prepotente hasta pensar que su sola persona es suficiente para vencer una decisión priista que va desde el Presidente de la República hasta el más sencillo priista veracruzano, víctima de su gobierno. Cínico hasta pensar que su sola palabra basta para que todo el mundo crea en ella y olvide su sexenio de terror. Soberbio hasta convencerse que a estas alturas alguien creerá que esas firmas en su supuesto apoyo son verdaderas.
Es evidente que para Javier Duarte el problema no es él, sino el tiempo en que vive. Está instalado en un México que ya no existe. En el México de los caciques que sometían a la población, que tenían complicidades en la estructura de gobierno y en las entrañas priistas, al amparo de la opacidad total, de la ignorancia plena de la población y del silencio social como leña que aviva el fuego del abuso absoluto del poder. Impunidad de gobernantes que se burlaron de generaciones completas de mexicanos.
Desde los campos de henequén en Yucatán, donde los caciques sometían a centenares de seres humanos, hasta los caciques políticos, producto de la Revolución, que se convirtieron en dueños y señores de municipios completos y hasta de entidades, en muchas partes del país las finanzas públicas eran finanzas familiares; los empleados de gobierno eran empleados den un político; los campesinos eran los trabajadores del campo de un poderoso; las tierras eran suyas y la voluntad de la gente era presa de la decisión de esos políticos.
Pero Javier Duarte olvidó que ya no existe ese México. Hoy existe oposición política que denuncia abusos. Hoy existen menos mexicanos ignorantes de sus derechos. Hoy las redes sociales permiten evadir el oficialismo de los medios de comunicación tradicionales para difundir hechos de sangre. Hoy existe una ley de transparencia que permite conocer documentos oficiales que al contrastarlos muestran excesos. Hoy la sociedad civil tiene un papel importante en exhibir los verdaderos rostros de los gobernantes, aunque todavía carezca de la fuerza para obligar su encarcelamiento.
Y ese es el México al que se topó Javier Duarte de Ochoa. Ya su padrino político, Fidel Herrera, había entregado algunas zonas del estado a criminales que hicieron del terror la cotidianidad en algunos municipios de Veracruz, pero Duarte extendió esos terrenos dominados por el crimen hasta a las localidades más emblemáticas de esa hermosa entidad.
Entonces, la inseguridad fue el cáncer que azotó a los veracruzanos. Secuestros, extorsiones, golpes, “expropiaciones” de negocios, ocupaciones de casas, sembradíos y fábricas, por parte de delincuentes, mientras el gobernador se paseaba feliz por las calles del estado y organizaba enormes mítines para congraciarse con el ex presidente Felipe Calderón y que viera a un Veracruz disciplinado con el Presidente de la República.
Y se mostraba en los círculos de poder cerca de su amigo Enrique Peña Nieto, el poderoso y carismático gobernador del Estado de México. Duarte se relacionó así con el primer círculo de Peña Nieto desde entonces. Un primer círculo que después le ayudó a salir ileso de las denuncias en su contra.
La realidad, sin embargo, estaba ahí necia. Los periodistas que evidenciaban los excesos, aparecían muertos. Los empresarios que protestaban, sufrían saqueos en sus negocios, eran perseguidos por autoridades estatales y hasta multados por asuntos fiscales.
El manto protector lo llevó a burlarse de todos. Lo mismo ayudó a escapar a los jóvenes conocidos como Porkys, luego de la denuncia por violar a una menor de edad, que se burlaba públicamente del PRI, al entregarle una caña de pescar al senador Héctor Yunes y desearle suerte, entre risas, en su objetivo de pescar corruptos.
Y desafió a todos los priistas cuando operó en contra del partido para que no ganara la gubernatura de Veracruz, porque Héctor Yunes no era su gallo.
Se burló de todos los veracruzanos al crear empresas fantasmas para desviar recursos públicos a su cartera personal. Convirtió a sus colaboradores en sus prestanombres y con eso le dio un golpe al fisco a nivel federal.
Ese es el tamaño de las acciones de Javier Duarte que hoy será enjuiciado por el PRI. Suspenderle los derechos, dicen unos; expulsarlo, piden otros. Hoy veremos el tamaño del compromiso priista para acabar con este remedo de cacique, mientras Javier Duarte está a la caza de militantes para obligarlos a firmar una carta que lo defienda del juicio al que será sometido.
Y frente a eso, retumba en mi cabeza la voz de Juan Gabriel con su “Qué cinismo, que ni vergüenza tienes”.
**Leticia Robles de la Rosa: Es periodista y experta en los temas de Educación, Política , Elecciones y Congreso de la Unión. Actualmente cubre la información en el Senado de la República y es una reportera de Primera Plana.